Los ojos del corazón

“¿Pero qué está haciendo? ¿Por qué la maestra se mueve ante la pizarra sin escribir nada? Para Natascia, el paso de la luz a la oscuridad empezó así, de la noche a la mañana. Con todos los colores de los muñecos, del cuartito, de los dibujos, estampados en el beso de buenas noches; después ese negro que empieza a dominar, a abrirse camino. Primero en la pizarra, donde para ella habían desaparecido los signos de las tizas, luego en la vida. “Fuimos inmediatamente a varios oculistas –relata Natascia, que hoy tiene 38 años, está casada y con dos hijos– que hacían hipótesis sobre todas las patologías infantiles: presbicia, miopía, astigmatismo… Después, de tres años dando vueltas entre doctores, llegó el jarro de agua fría: retinitis macular pigmentosa degenerativa. Se me vino el mundo encima”.

Anna Maria, su mamá, se ocupó de no rendirse. En la televisión había visto un centro italiano que mandaba a los pacientes a Rusia para ser operados y abandonar las gafas. No lo pensó dos veces: partió de una pequeña región de Italia central y recorrió algunos cientos de kilómetros para preguntar si también era posible hacer algo por Natascia. Nadie había afrontado nunca esa patología, aun así se enviaron los expedientes clínicos a Moscú. Tras el visto bueno para el viaje (“nos gastamos diez millones de liras –cuenta Stefano, su papá– en una época en que una casa costaba quince”) llegó el miedo a equivocarse y por último, la operación: yo era la primera mujer con la cual se intentaba ese tipo de intervención; prácticamente un conejillo de indias. Los médicos rusos pudieron detener la degeneración, pero no consiguieron curarla. “Ya era algo –sigue contando– pero no todo fue fácil. Me sentía mal, me daba vergüenza, no salía. Un largo calvario, rodeado también de maldad, de frases cortadas. Dejé la escuela, lo que tuve que soportar. Y mi belleza se iba convirtiendo en el arma que otros usaban para hacerme daño: es guapa, qué pena que…”.

Hasta el día en que una amiga mía me dijo: “Solo quien hace daño debe ir por ahí con la cabeza gacha, no tú”. Fue como un bofetón, levanté la cabeza y comprendí que podía hacerlo todo incluso sin la vista”. Que quede claro que ella todavía espera poder curarse, le gustaría. No está en absoluto resignada, sino serena. “La verdad –dice– es que ver nos hace más vagos: miramos cuando pelamos una manzana, cuando lavamos el suelo, cuando planchamos, cuando bajamos de la acera. Y sin embargo no es necesario. Yo hago todo, desde la compra a cocinar, a limpiar la casa…”. En realidad Natascia ha hecho mucho más: ha aprovechado esa pizca de visión que le ha quedado para conquistar un lugar en la pasarela de Milán, como modelo: “No veía nada a mi alrededor, pero seguía un haz de luz que había en el suelo. ¡Y caminaba hacia adelante!”.

Natascia ha seguido hacia adelante toda la vida, con esa enfermedad a duras penas bloqueada. Incluso contra el muro de la desconfianza, la imposibilidad de encontrar un trabajo, la pendiente resbaladiza de la conmiseración. Después encontró el amor –Arsenio se convirtió en su marido– y ha dejado el mundo de la moda “aunque todavía hoy –explica– me piden que vuelva a desfilar”. Arsenio es una persona especial: la quiere sin compadecerla, está a su lado sin apiadarse. “Durante una discusión, jamás se le ha escapado una ofensa, una grosería”. Un apoyo humilde y fuerte, basado en el trabajo y en esa presencia tranquilizadora para todos. En resumen, una vida más normal y activa que la de tantas otras personas que por un kilo más, una nariz que juzgan grande u otras menudencias parecidas se encierran en casa y viven un hándicap que no tienen.

Después, el verdadero giro en su vida. Hablando con el médico durante una consulta ginecológica, le preguntó si su enfermedad era hereditaria. El médico la dejó de piedra: “No es una cuestión de herencia, pero un embarazo podría agudizar la patología hasta velar definitivamente tus ojos”. Sin embargo, esta vez no se le vino ningún mundo encima: “Quería ser madre, quería darles a mis hijos una posibilidad de vida. Nunca he pensado en negarles su existencia por un cálculo de probabilidades sobre mi ceguera. Y así nació Tommaso, y después llegó Elia. Cada día soy feliz de poder abrazarlos, de reírme con ellos, de vivir”.

Una elección de amor, el deseo de confiar en Dios, una fe que nunca perdió a pesar de las pruebas que la vida le reservaba. Y más tarde una carta al Papa que da testimonio de su cercanía con el Señor, sus deseos de compartir un camino terminado –y empezado– con el matrimonio. He aquí el profundo sentido de una elección. En un mundo en el que demasiado a menudo un hijo es considerado como un peso, cuando no incluso como una desgracia, donde se discute sobre cómo eliminarlos antes de que se conviertan en un problema, hay quien abraza la maternidad más allá de cualquier duda, más allá de cualquier conveniencia. Natascia se ha tatuado un ojo justo el vientre, el centro de la vida. No ha sido por casualidad.

Traducción a cargo de ProLingua