Violaciones como estrategia de guerra en el Congo. Mujeres olvidadas por el mundo

Tirada en el suelo con las piernas rotas, violada, tratada como un animal. Y después repudiada por la familia porque en ese rincón del mundo la virginidad lo es todo, es la base del desarrollo de una sociedad que está muriendo devastada, pero no por las bombas sino por el ataque que está sufriendo en el mismísimo corazón de su historia: la maternidad. Es la historia de miles de jóvenes en el Congo, en un África olvidada por el gran circuito de la información internacional que le dedica algo de espacio cuando se publican informes internacionales sobre la violencia. Alguna línea o, en el mejor de los casos, un artículo, pero después los focos se apagan inmediatamente. El Congo no está entre las prioridades de los medios de comunicación de masas, las atrocidades que se cometen son algo que no tiene que ver con nosotros…
“Incluso hoy en día por desgracia” – relata Mbiye Diku, presidenta de Tam Tam d’Afrique, una asociación de mujeres de origen congoleño, así como directora médica especializada en Ginecología y Obstetricia en el INMP (Instituto nacional para la promoción de la salud de las poblaciones migrantes y la lucha contra las enfermedades derivadas de la pobreza dependiente del ministerio de Sanidad) – “se piensa en los horrores del Congo como si fueran una historia aislada que afecta a una parte de África, una historia que no afecta a Europa o a América. Pero ésta es una visión miope. Los hijos de las violaciones étnicas son chicos que están solos, sin familia y con una carga de odio que se encuentran de serie al nacer. Y se terminarán desahogando fuera del Congo”.

La violencia sexual se utiliza sistemáticamente desde los años 90 cuando comenzaron las luchas intestinas – entre el ejército del gobierno y los grupos de rebeldes sostenidos por Ruanda, Burundi y Uganda – por el control de los yacimientos minerales. El precio lo pagan los civiles y, en especial, las mujeres. “Un ataque a una madre es un ataque a la esencia misma de nuestro pueblo”, explica la doctora Diku. Nuestra cultura se basa fundamentalmente en las madres a las que, en estos casos, se les arrebata su rol porque las jóvenes, una vez violadas, ya no logran encontrar un lugar en la sociedad. Por este motivo, la violencia sistemática lleva a un empobrecimiento étnico con el consiguiente debilitamiento de la capacidad de enfrentarse a quienes quieren mandar.

Para aplastar cualquier tipo de resistencia, se llega a obligar a los padres a violar a sus hijas, a los hijos a violar a sus madres, aniquilando así la esencia misma del ser humano”. Tras una experiencia así, muchas de estas personas buscan la muerte. “Esta violencia” – según confirma Solange Nyamulisa, directora de la ONG International Action Aid – “es una auténtica estrategia de guerra”.

Es un drama que se produce ante la indiferencia del mundo occidental, comprometido con otros escenarios bélicos que se consideran más importantes bajo el perfil económico, tanto en materia de relaciones comerciales como en cuanto a la posible reconstrucción posbélica. En marzo, el Fondo de Naciones Unidas para la Población (UNFPA) publicó las estadísticas sobre la violencia sexual perpetrada en Ituri – provincia situada al noreste de la República Democrática del Congo – en el año 2013: el estudio reveló que se habían registrado 2.447 casos. Y si por “registrar” se entienden aquellos casos que las víctimas han denunciado ante alguna asociación humanitaria para pedir ayuda, significa que la cifra real podría ser al menos el doble.

A esta estrategia se unen creencias atávicas. Cada día, sufren violencia niñas de cortísima edad, porque violar a una virgen “te hace inmortal”, mujeres embarazadas, destripadas o enterradas vivas “para que la tierra sea más fértil” y señoras incluso octogenarias porque según las creencias tribales forzar a una mujer anciana trae riqueza.

En Bukavu, en el Congo Oriental, se encuentra el hospital Panzi del doctor Denis Mukwege. Panzi nació como centro de “maternidad” pero con el tiempo se ha transformado en el refugio de todas aquellas mujeres que, por haber sufrido actos de violencia, han perdido su propia maternidad. “Tengo que protegerme”, explica el doctor Denis Mukwege. He aprendido a ser insensible para poder curar a pacientes que padecen pérdidas de orina y materia fecal a causa de las lesiones provocadas por violaciones de grupo. Mujeres que han sido torturadas con palos, cuchillos y bayonetas que han explotado en sus cuerpos, mujeres que se han quedado sin vagina, vejiga, recto. Chicas a las que tengo que decirles: señorita, se ha quedado usted sin aparato genital, nunca será mujer”.

Por último, la violencia no se percibe como tal. Existe una especie de impunidad no solo jurídica (hay pocos tribunales y éstos se encuentran lejos de las aldeas donde se cometen los actos de violencia además de estar mal organizados y, en ocasiones, coludidos) sino también cultural. Violar se convierte en algo “normal”, en ocasiones incluso se transforma en una “dependencia”, tal y como han relatado algunos milicianos entrevistados por Irin, la agencia de prensa de OCHA, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios.

“Solo hay un modo de detener este estrago” – concluye Diku – “y es hablar de él”. No dejar que el olvido caiga como una túnica funeraria sobre las miles de víctimas inocentes. No permitir que se derribe el símbolo mismo de toda una cultura, la cultura de ser madre. Y obligar a los gobiernos a actuar poniendo fin a una vergüenza de la humanidad.

Traducción a cargo de ProLingua