Huyendo de las bombasNiños sirios esclavos del trabajo

Hamra es pequeña, regordeta. Tras un velo de nubes se esconde el sol que ilumina sus ojos verdes, y sus manitas, las de una niña de cinco años, siguen simulando el movimiento rápido con que extiende las hojas de tabaco. “Entrelazaba las hojas así –cuenta– he trabajado durante tres días seguidos”. Es martes por la mañana pero ni Hamra ni sus primos, de 12 y 15 años, están en la escuela. Los dos chicos están ayudando al papá de la pequeña a arreglar una máquina. Mahmoud tiene treinta años y es originario de Qusair, una pequeña ciudad siria a 15 kilómetros de la frontera con el Líbano. Y hace más o menos un año, momento en que el conflicto empezó a ser demasiado peligroso, se vio obligado a huir con sus hijos, mujer y hermano hacia las cercanas tierras del Líbano. Ahora vive en Bekaa Valley, en la ciudad libanesa de Balbak, dentro de una landa propiedad de un campesino que, a cambio de trabajo, les ofrece a él y a su familia un poco de terreno donde poder acamparse.

Tampoco la pequeña Hamra va a la escuela: “Tenemos que comer –explica su madre a Al Jazeera– así es que le han enseñado a elaborar el tabaco y ahora trabaja con nosotros. Lo sé, es una vida dura, pero ¿qué podemos hacerle?” Nadie puede dejar de trabajar en la landa de Bekaa Valley. La paga es de dos dólares por persona cada tres horas de trabajo: lo suficiente para un trozo de pan y unas monedas necesarias para moverse de una parte a otra de la ciudad.

La de Hamra es solo una de las miles de familias que viven en los suburbios de las ciudades y en los campos de prófugos del Líbano. Según los últimos datos de la UNICEF, hay unos 350.000 menores sirios que no van a la escuela. Estos niños pasan los días contribuyendo involuntariamente a que ese inmenso mercado oculto de la explotación de menores, siga creciendo. Y aunque Hamra, sus hermanos y primos tuvieran tiempo, de todas formas no podrían ir al colegio: los centros escolares públicos de Balbak están atiborrados, mientras que los privados son demasiado caros para su familia. Y esta es la situación en la que se hallan la mayoría de los refugiados en el Líbano. Abi Khalil, responsable de la UNICEF para la protección de menores, explica que aunque todas las escuelas públicas del país se organizaran para ofrecer turnos de tarde, no habría bastantes plazas para instruir a todos aquellos que lo necesitan.

Y continúa Abi Khalil: “Los responsables de la mayoría de las familias que viven en las tendópolis libanesas son las mujeres, mujeres conservadoras que proceden de una cultura rural y que nunca han trabajado. Y por ello, sus hijos se suelen convierten en la única fuente de dinero para la familia”. Hoy día, en el Líbano, en vez de adultos, se ve a niños de 10 años obligados a trabajar jornadas completas: empaquetan pañales en las fábricas, almacenan productos alimenticios en las estanterías, reparten comida por la ciudad. Mientras, las niñas de cinco años como Hamra elaboran el tabaco que luego se venderá al Estado libanés para fabricar los cigarrillos nacionales.

Mahmoud cuenta que “un adulto cuesta 7 dólares al día, mientras que un niño de 3,50 a 4”. Y este es solo uno de los motivos por los que prefieren a trabajadores menores de edad. Y sigue: “Además, los niños rinden más, son más enérgicos y es más sencillo contratarlos sin preaviso”. En teoría, el gobierno libanés firmó un tratado internacional que prohíbe trabajar a los menores de 15 años. Pero las directivas se limitan a la economía regular y la mayoría de los pequeños sirios trabaja en negro.

El trabajo infantil es una profunda llaga. Una úlcera que se sigue infectando por todo el mundo, en torno a los conflictos que lo incentivan. Los pequeños trabajadores sirios no solo están en el Líbano; por ejemplo, en Turquía el 73% de ellos está condenado a realizar cotidianamente trabajos extenuantes: miles de chicos pasan 12 horas al día trabajando. “En Turquía casi no hay quien controle”, explica al diario The Guardian el profesor universitario Hakan Acar. El trágico destino de estos niños es fruto de una insensata política de guerra que no perdona a nadie. La cotidiana lucha de Hamra y de su familia es un bofetón para la comunidad internacional, para quien sigue haciendo estallar conflictos. Y quién sabe si un día, ella y sus primos, tendrán la posibilidad de volver al colegio.

Traducción a cargo de ProLingua